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Tu Discurso

martes, 27 de abril de 2010 Dejar un Comentario

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La psique es uno de los lugares más fascinantes, a la vez que desconocidos de ese misterioso continente que es la personalidad humana. En ella viven los demonios más aterradores, así como los genios más poderosos. Ese enigmático campo interior nos seduce y nos reta continuamente, nos susurra al oído misteriosos sortilegios que hacen que nuestra conciencia se estremezca.
Ahí se encuentran las claves y las respuestas de nuestra conducta, de nuestros miedos, de nuestros complejos. Pero también es ahí, resguardada por las más terribles entelequias, que se encuentra la puerta misteriosa que nos lleva a la tan buscada felicidad.
La proteica materia con la que está hecho el mundo psicológico es siempre cambiante, engañosa y sutil. A veces es francamente frustrante saber que es ahí donde está la clave de nuestra conducta, y cuando pensamos que la hemos atrapado, se nos escurre una y otra vez como arena entre los dedos, mil veces se nos escapa como si quisiéramos atrapar un pez con las manos desnudas.
Y es precisamente, desde ese campo interior de donde surge nuestro diálogo con el mundo, nuestro discurso.
¿Te has fijado que hay personas con las que al platicar siempre terminas hablando de lo mismo?, por ejemplo, hay quienes terminan platicándote de futbol, no importa cual sea el tema con el que haya empezado la plática, y no importa tampoco las veces que platiques con ellos, pues siempre terminan hablando de lo mismo. Otros terminan hablando de religión, otros terminan siempre quejándose o criticando, hay quienes inexorablemente terminan hablando de sexo, o de sus glorias pasadas, o de sí mismos, o de política.
Por supuesto que siempre nos es más fácil ver con objetividad la vida de los demás, sus complejos, sus defectos, sus equivocaciones y ocasionalmente sus virtudes (siempre y cuando el reconocerlas no nos confronte). Y como prueba de ello, pon atención en un hecho bastante significativo, todos tenemos el mejor consejo y la mejor opinión para los problemas ajenos. En una gran medida, esa morbosa satisfacción que obtenemos criticando a los demás , se debe a la sensación de aparente superioridad que experimentamos en “darnos cuenta” de algo que la víctima de nuestra crítica no ha observado. Así, formamos ante nosotros mismos una imagen nuestra de inteligencia y astucia.
Y de esta forma muchos de nosotros vamos por la vida sintiéndonos muy listos, porque nadie puede engañarnos, pues sabemos “de qué pié cojean” todos los que se nos acercan.
Sin embargo, considero sinceramente que no hay ventaja alguna en ser expertos en reconocer los errores de los demás, debido a que nuestros defectos representan el conjunto de las cosas que no somos. Por lo que esto es simplemente una lamentable pérdida de tiempo.
Por otro lado, quienes han invertido su tiempo en la inútil tarea de ser “buenos críticos”, es muy probable que no sean conscientes de sus propios defectos y de su propio discurso con el mundo. Porque así como hay quienes siempre conducen sus pláticas a un tema en concreto sin darse cuenta, nosotros también tenemos nuestro propio discurso, y por estar viendo la paja en el ojo ajeno no vemos la viga en el propio.
Verdaderamente es atemorizante emprender ese viaje interior del que nos hablan todas las culturas de la antigüedad, pues como te decía al principio, ahí se esconden los espectros más aterradores pero también ahí están los secretos de nuestro propio poder, esos secretos que pueden convertirnos en poderosos gigantes blancos. No en vano se leía en el legendario oráculo de Delfos en la Grecia antigua: “Hombre, conócete a ti mismo, y conocerás al universo y a los Dioses”.
Las personas preferimos ver los defectos de los demás porque nos da miedo ver que los nuestros son iguales o peores, nos da miedo reconocer nuestro propio egoísmo, nuestra propia mediocridad, nos da miedo reconocer nuestra cobardía, nuestro dolor, nuestro enojo, nos da miedo reconocer que no siempre tenemos la razón, que no somos tan simpáticos o inteligentes como siempre lo hemos creído. Estos y mil defectos más que nos amenazan desde la sombra de nuestro subconsciente.
Sabemos que están ahí y asumimos que son poderosos y nos causarán mucho daño y mucho dolor si los vemos de frente. Así que los encerramos en el complejo laberinto de nuestra psique, tal y como hiciera con el terrible Minotauro, el mítico rey Minos de Creta.
Ocultamos nuestros defectos, y luego ingenuamente pretendemos olvidarlos, en un vano esfuerzo por ver si algún día, simplemente han desaparecido. Y para que ese olvido sea más efectivo, enfocamos nuestra atención en señalar los defectos de quienes nos rodean. Sin embargo, hay algo irónico y hasta cómico en todo esto, ESOS DEFECTOS QUE CON TANTO EMPEÑO NOS HEMOS ESFORZADO EN OCULTAR, YA TODO MUNDO LOS CONOCE. ¿No te parece gracioso?.
¿Te has preguntado de qué terminas hablando siempre tú?, ¿Cuál es tu propio discurso?
Ahora bien, a mi entender, lo fundamental no es esencialmente saber en qué consiste nuestro propio discurso, sino cuál es la razón por la que siempre tenemos en la mente ese tema, al punto que no solo nuestras conversaciones giran en torno a ello, sino toda nuestra vida.
Este juego que nos hace ver ridículos, solo tiene una forma de resolverse, y esa forma es dejando de rehuir ese inexorable encuentro con nuestro YO interior. Y si ahora te estás preguntando ¿pero cómo se hace eso?. La respuesta es mucho más simple de lo que imaginas, pero en esa simpleza radica al mismo tiempo una enorme complejidad.
La respuesta es NO TE MIENTAS NUNCA, no pretendas fingir que algo no pasa cuando sí pasa, no te engañes pensando que alguien va a venir a resolver tus propios problemas, no eches la culpa a los demás de lo que pasa en tu vida, no sientas lástima por ti mismo, esfuérzate por ver siempre las cosas como son y no como a ti te gustaría que fueran, no dramatices, dale a cada cosa su justo valor, admite cuando estás equivocado, reconoce en silencio las virtudes de los demás.
¿Esto va a hacer que tu discurso desaparezca?, no, la respuesta es que no, lo que conseguirás es darle una calidad superior. No es lo mismo el discurso, es decir las palabras y los actos de una persona cuya conciencia está dormida y a lo que más aspira es a ser aprobada o aceptada, a ser popular, a satisfacer sus egoístas necesidades, que el de otra persona cuya conciencia decantada busca ávidamente la belleza, la justicia, busca servir y socorrer a los más necesitados, busca atenuar el dolor de los oprimidos o de los menesterosos. Más concretamente, no es igual el discurso de un sacerdote pedófilo y egoísta, o el de un político corrupto y demagogo, que el de la madre Teresa de Calcuta, o el de Mahatma Gandhi.
Estimado lector solo necesitas un estímulo para empezar a transmutar tu discurso… ¡creer que es importante hacerlo!


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